Mayo es de conmemoraciones significativas para nuestro país, casi tanto
como septiembre. De original cuño socialista, el 1° de mayo se festeja como el
día internacional del trabajo o de los trabajadores, representativo de la
contradicción de intereses entre Capital y Trabajo, hoy día de renovada
expresión dada la extensión del concepto “obrero” a todo “asalariado”, o
viceversa, que tiene significativos antecedentes seglares impregnados de
violencia: el luddismo o destrucción de las máquinas por los obreros ingleses
desplazados de las fábricas, con su punto culminante en 1811-1812; el cartismo (Carta
del Pueblo, 1837) o petición política de los obreros a la Cámara de los Comunes
inglesa, por derechos de sufragio, pago justo y representación política; las
revoluciones europeas de 1848, iniciadas en Francia, que provocaron la caída de
varias monarquías, aunque de duración efímera; y la simbólicamente histórica
muerte de los Mártires de Chicago, que iniciaron su huelga el 1° de mayo de
1886. Estos hechos provocaron, en 1889, la institucionalización internacional
del 1° de mayo; pero, en curiosa dialéctica, sólo en Estados Unidos -y Canadá-
no se festeja en esa fecha, sino el 1° de septiembre. Actualmente, la manifestación
de obreros o asalariados ha cobrado nuevos bríos, frente al fenómeno general de
empobrecimiento e, incluso, depauperación de los asalariados de todas
latitudes, particularmente cierto en América Latina y no se diga en México,
frente a los fenómenos de neoliberalismo y globalización que desde fines de los
80´s del siglo XX, han generado una concentración desigual de la riqueza, sin
precedentes relativos ni absolutos en la historia mundial.
En cambio, el 5 de mayo es muy nuestro y muy festejado, con justificada
razón histórica. El enfrentamiento de liberales y conservadores durante la
década de 1850´s, con proyectos políticos de nación irreconciliables, la
expedición de la Constitución del ´57, las diversas revueltas que antes y
después de esta fecha produjeron la división de los Estados y del país, y la inmediata
Guerra de Tres Años, tuvo como resultado el triunfo del ala liberal, con Juárez
a la cabeza del gobierno federal y la plena aplicación de las Leyes de Reforma,
promulgadas desde 1859. Con una hacienda pública exhausta, Juárez suspendió el
pago de la deuda a usurarios británicos, españoles y franceses. El emperador de
este último país, Napoleón III, animado por monarquistas mexicanos residentes
en Europa, pretextó la ausencia de pagos para realizar la intervención armada
en nuestro país, acompañado de británicos y españoles, aunque estos dos últimos
fueron convencidos por el ministro Manuel Doblado, en el puerto de Veracruz, de
que la falta de pago era temporal. El 17 de abril de 1862 los franceses
avanzaron y el 4 y 5 de mayo el Conde Lorencez era derrotado por Zaragoza. Esto
lo sabemos todos, y de ahí a la derrota definitiva del ejército francés y
muerte de Maximiliano en 1867; pero menos conocida es la convicción de nuestros
historiadores de que, antes de estos hechos, la disputa y desunión internas habían
impedido alcanzar la constitución de nuestro ser nacional, y que después de
medio siglo de incertidumbres, el verdadero triunfo fue que el 5 de mayo detonó
la unión del sentimiento colectivo de mexicanidad con la idea social de nación.
Zaragoza habría informado: las armas nacionales se han cubierto de gloria. Indudablemente.
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