Ahora
que se ha derramado buena tinta sobre el asunto del endeudamiento de estados y
municipios, conviene ver no sólo en términos numéricos lo que ya se ha evidenciado
con suficiencia -desde la pérdida de nivel crediticio hasta el extremo de la
insolvencia- sino acudir a las preguntas de por qué y para qué es posible y
necesario que los entes estatales acudan al financiamiento bancario, como
mecanismo para cumplir sus obligaciones públicas. En efecto, sobre todo los
municipios presentan una problemática financiera compleja, atribuida a causas
diversas: laudos laborales perdidos, burocracia pesada, inequidad en la
redistribución de los beneficios fiscales, presupuestación insuficiente, deuda
heredada, obligaciones contractuales, y mal manejo por ignorancia, error o…de
forma dolosa. La Constitución Federal es el referente superior a cuyo cobijo se
debe estar para asegurar la pertinencia de adquirir deuda pública. En efecto,
en su artículo 117 señala que los Estados no pueden, en ningún caso contraer
directa o indirectamente obligaciones o empréstitos con gobiernos de otras
naciones, con sociedades o particulares extranjeros, o cuando deban pagarse en
moneda extranjera o fuera del territorio nacional; asimismo, los Estados y los
Municipios no podrán contraer obligaciones o empréstitos sino cuando se
destinen a inversiones públicas productivas, inclusive los que contraigan
organismos descentralizados y empresas públicas, conforme a las bases que
establezcan las legislaturas en una ley y por los conceptos y hasta por los
montos que las mismas fijen anualmente en los respectivos presupuestos, todo lo
cual deberá informarse al rendir la cuenta pública. En el ámbito gubernamental
de cualquier orden –federal, estatal, municipal- la inversión pública no sólo
es aquella que se traduce en obra pública, sino también en servicios públicos a
la población. En el primer caso están, por ejemplo, las carreteras, presas,
escuelas, penales, hospitales, viviendas, como sinónimo de capital
inmobiliario; y, en el segundo caso, estaríamos hablando de la inversión
destinada a la mejora de la calidad y cobertura de los servicios públicos, como
resulta claro en el campo de la salud y la educación públicas; pero de ninguna
manera caben en el concepto de “inversión pública productiva” los sueldos y
salarios, gratificaciones laborales o gastos superfluos (automóviles, ornato,
comidas). En el ámbito público-social, el concepto comentado es diferente que
el de su uso estricto en la esfera económica, dado que no se busca que el retorno
de la inversión se dé en dinero en forma directa, dado que las obras realizadas
y la ampliación de los servicios en sí mismos tienen un efecto multiplicador
que inyecta de base material y social a la economía en su conjunto. El ejemplo
más obvio se tiene en la educación, porque de las escuelas y universidades no
egresa dinero, sino seres humanos cuyas habilidades y capacidades aprendidas constituyen
el verdadero capital que retorna a la sociedad. Los órganos de fiscalización
superior, federal y estatales, y la próxima Comisión Nacional Anticorrupción,
deben y deberán situar su análisis en los conceptos de gasto a los que
entidades y municipios destinaron los créditos obtenidos, castigar a quien hizo
mal uso de ellos y resarcir al erario. ¿O qué parte del concepto “inversión
pública productiva” no se entiende?
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