Si Krauze escribió
sobre una democracia sin adjetivos, Sartori dio cuenta del cúmulo de
calificativos existentes para referirse a la democracia: política, social,
económica, industrial, directa, indirecta, participativa, electoral, etcétera.
Con intensidad, los últimos veinticinco años nuestro país ha vivido una amplia
y gradual reforma política que invariablemente ha tocado el aspecto electoral
como punto de referencia básico para medir el grado de democracia y de
participación política ciudadana alcanzado en nuestro país. Por supuesto, las
transiciones políticas de carácter democrático no se agotan en el ámbito de lo
electoral, no obstante sin conocimiento empírico del comportamiento electoral
no es posible introducir elementos de objetividad, en el conjunto muy variado
de interpretaciones subjetivas que pueden darse. Y la empiria
democrático-electoral que actualmente vive nuestro país nos ofrece líneas
generales sobre el desarrollo político e institucional del sistema electoral, y
de la votación emitida por los ciudadanos: amarillos, rojos, azules, u otras
más, hoy día todos los colores son opciones, según regiones y latitudes. El
conjunto comicial formado por las elecciones federales de 2012 y las de
carácter estatal y municipal ocurridas el pasado domingo 7 de julio de 2013, muestran
que la democracia, la alternativa política y la celebración periódica de
comicios se han asentado entre nosotros. Por ejemplo, son miles de ciudadanos
entre veinte y veinticuatro años de edad los que participaron en la jornada
electoral, como presidentes, secretarios o escrutadores, que en 1988 no han
habían nacido o que estaban por nacer. Su formación individual, familiar,
social y cívica se ha dado a lo largo de este último cuarto de siglo de
gradualidad y transición políticas, y si bien saben que la variedad de partidos
políticos nacionales y locales existentes se critican, insultan e incriminan
entre sí, también saben que los representantes de éstos, acreditados en las
mesas de casilla, sólo pueden observar, y que la única autoridad electoral en
el día de la jornada son los ciudadanos de esas minúsculas células directivas, para
llevar a buen término el registro de los votos y su cómputo correcto. La
democracia mexicana ha sido muy costosa, por una doble razón: una, la
construcción de instituciones electorales ciudadanizadas, autónomas y no
sujetas a las decisiones de gobiernos o de partidos políticos; y, otra, la
educación para la participación de los ciudadanos –como votantes y como
funcionarios de casillas– con el propósito de internalizar principios democráticos
perdurables en los miembros de una sociedad determinada: los valores humanos y
sociales; los derechos, pero también los deberes; la tolerancia y la
diversidad; las ideas comunes, y también la existencia de ideas diferentes; la
toma de cuentas a los gobernantes o la repetición de la confianza; en pocas
palabras, la vía pacífica y política para la solución de los conflictos
sociales y la demanda de nuestros derechos como personas integrantes del Estado
y la Sociedad; a la vez de la negación de la violencia aviesa que se alimenta
por intereses y odios personales. Nuestra democracia no es perfecta, no lo va a
ser nunca, pero su efectividad depende de la participación de todos nosotros. No
la queremos perfecta, pero sí perfectible. ¿Quién no?
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