Desde
la histórica reforma política de 1977 que, entre otros elementos, reconoció la
existencia de partidos políticos antes proscritos y amplió el sistema de
representación política en la cámara federal de diputados de nuestro país, al
introducir los diputados plurinominales o de representación proporcional y cuyo
antecedente inmediato eran los diputados de partido creados en 1963, la
expresión “reforma del estado” se ha convertido en un discurso de perenne
debate, focalizado en la reforma constitucional del “poder político”, tanto en
un sentido orgánico (estructura del gobierno central) como funcional
(atribuciones del gobierno central). En efecto, al lado del poder político como
elemento formal del Estado, sus otros dos elementos de carácter material, la población
(demografía) y el territorio (geografía), no son susceptibles de reforma
constitucional directa en igual forma, porque poseen una sustancia
característicamente sociológica -más que normativa-, y porque, dicho en el
lenguaje de Weber, toda formación política cuyo aparato administrativo de
gobierno incorpora el deseo de prestigio para su expansión y ascenso,
sustentándose, por ejemplo, en la estrategia de una reforma estadual normativa,
no cae en el “suicidio” político de autocercenar los fundamentos de su
existencia. En cambio, sea por presión social o acuerdo político, la
modificación del aparato de gobierno en sentido amplio (ejecutivo, legislativo
y judicial) sí puede traducirse en la reforma de las leyes que regulan el poder
público. Por ello, Reyes Heroles, autor intelectual de la reforma de 1977,
señalaba que en el Estado de Derecho la reforma política equivalía a la
modificación de la legalidad a partir de la propia legalidad, es decir, a la
solución basada no en la acción violenta sino en la acción concertada entre
partidos, actores políticos y grupos sociales, para producir nuevas reglas de
redistribución del poder, pactadas en el nivel constitucional. Al caso, las
sucesivas reformas políticas ocurridas desde los 70´s a los 90´s del siglo pasado,
son un referente fáctico, en México, del fortalecimiento de la tesis del
reformismo político; y éste se muestra actuante hasta nuestros días, si se
examina el más reciente ejercicio de reforma política federal en nuestro país
ocurrido en el año de 2011, aunque de manera incompleta. En este 2013 hemos
escuchado y leído que existe una reforma política en puerta, cuyas líneas
generales son previsibles en la medida en que la anterior dejó cosas
pendientes, e ineludiblemente pasará por la discusión de la integración del
poder legislativo, tanto en número de curules (disminución) como en la
proporción entre diputados uninominales y plurinominales (3/1, en lugar de 3/2,
respectivamente), y del mismo modo tratándose de senadores, cámara en la que de
plano se debatirá sobre la desaparición de los plurinominales, para volver a 2
por entidad federativa (64 en lugar de 128); reelección de legisladores;
reelección de munícipes; y, seguramente la manzana de la discordia, la
modificación de fondo del Código Federal de Instituciones y Procedimientos
Electorales, que traerá como consecuencia la reconfiguración del órgano de
gobierno del Instituto Federal Electoral, su normativa y la regulación
ordinaria de las candidaturas independientes. Sin duda, la reforma política será
el debate o el acuerdo más importante del sexenio. ¿Será?
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