De Jellinek a Passerin, la Teoría del Estado enseña
que éste se compone de población, territorio y poder; y que si bien los dos
primeros elementos son de fácil comprensión, porque tienen una base material; en
cambio el “poder”, por ser un elemento formal, tiene una naturaleza más bien intangible
que, sin embargo, se aprecia al observar el accionar de los gobiernos o
autoridades constituidas, o en la hechura y aplicación de las leyes. Por eso,
se ha dicho que hacer leyes es una manifestación del “Poder del Estado”, que
ejerce fundamentalmente –aunque no exclusivamente– los parlamentos o congresos que
en los diferentes países, estados o provincias, desempeñan la función
legislativa.
A la par, también se ha dicho que no existen leyes
neutras, sino que cada cuerpo normativo está imbuido del sentido que las
mayorías legislativas le dan a los contenidos legales, debido a que los grupos
parlamentarios o legislativos que provienen de los partidos políticos, aprueban
leyes de
acuerdo con los programas, principios e ideas que postulan; y, por tanto, lo
hacen conforme a la plataforma
electoral, declaración de principios y programa de acción contenidos en los
estatutos de cada instituto político. Ahora bien, las anteriores cuestiones
previstas en la constitución federal y en el código electoral federal, no facultan
a ningún partido político o grupo parlamentario a legislar en contra de los
fundamentos constitucionales de la república y de sus estados, pero sí a tener
su propia forma de concebir el contenido de las leyes, o sea, el qué y el cómo
para cumplir con sus funciones de promover la participación
del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la
representación nacional y aprobar normas
que tengan por objeto el interés público o general.
De modo que cuando existen las mayorías legislativas para
aprobar cambios o novedades en el régimen jurídico de un estado nacional o de
los estados o provincias que lo componen, la dificultad del proceso legislativo
entraña, por una parte, en utilizar los aspectos técnicos para redactar leyes a
favor de la colectividad. Y esto se puede cumplir, tanto en sistemas unicameralistas
(como los de nuestras entidades federativas) o bicameralistas (como el del congreso
de la unión), mediante un grupo parlamentario que tenga la mayoría absoluta o, en
ausencia de ello, por dos o más grupos parlamentarios que sumen los votos
necesarios para aprobar los cuerpos normativos que se estimen necesarios.
Hoy día, sin embargo, sobre todo en nuestro país, los congresistas
que forman parte de estos grupos con filiación partidaria definida, deciden
dominantemente, mediante un ejercicio de cabildeo o negociación, acordar redacciones
que invistan a las normas no sólo de constitucionalidad o legalidad, sino
también de legitimidad; atributo éste último de naturaleza absolutamente
política, que hace evidente la esencia de los congresos o parlamentos: son,
ante todo, asambleas políticas. Por ello, debaten y discuten en sus plenos, hasta
el cansancio o la saciedad, los dictámenes sobre las iniciativas que conocen,
incorporando o acercando las distintas visiones de grupo o partido, para lograr
la famosa “decisión parlamentaria”, con aderezos de pasión política, que da el
colofón a la formación de las leyes resultantes del proceso legislativo.
¿Cierto o no?
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