Con
motivo del 60 aniversario del voto a las mujeres, el Ejecutivo Federal anunció
la propuesta de incorporar en la ley la paridad (50-50%) en la postulación de
candidaturas a los cargos de elección popular, atendiendo, primero, a la realidad demográfica de que en México el
49% de la población es masculina y el 51% es de mujeres. En segundo lugar, se
hace eco de un larguísimo tema de debate de lados muy definidos, como demanda
de las mujeres encabezada por ilustres e históricos ejemplos que van desde el
derecho a votar y a ser votadas, hasta la denominada perspectiva de género en
las políticas públicas que se ha debatido, impulsado e institucionalizado en el
mundo occidental, durante los últimos veinte años. El liderazgo de mujeres
presidentas en Alemania o Brasil, Chile o Nicaragua, su lugar destacado en las
ciencias y en el deporte mundial, y
sobre todo la acelerada incorporación y participación de la mujer en la vida
laboral y su contribución a los números fríos del producto interno bruto; al
tiempo del contraste cotidiano de que, dominantemente, la mujer que trabaja
también es madre y esposa y, en ese papel, pesa sobre sus espaldas la unidad de
la familia, da argumentos sobrados en pro de iniciativas como la que se
menciona líneas arriba.
Se
escribe fácil, pero cada vez que se oye a las mujeres decir, pedir o exigir participación
paritaria en el espacio público, nadie tiene un solo argumento objetivo y
válido para negárselo. En el largo tiempo que la historia ha documentado, con
brevísimas excepciones, en los últimos 4000 años la mujer ha jugado un papel de
sometimiento y de responsabilidades básicas en el núcleo familiar, y su incorporación
legítima en el mundo contemporáneo es realmente un suspiro en el tiempo,
comparado contra sus antecedentes: es apenas en los últimos 100 años, en
términos redondos, que ha tenido lugar la socialización de las ideas de
igualdad, equidad y paridad frente al sexo opuesto. Las tendencias nacionales y
mundiales indican que el “mundo de los hombres” es cada vez más un “mundo de
hombres y mujeres”. Pues bien, que en nuestro país se hable de paridad en el
ámbito estrictamente político-electoral, no sólo para la integración de
diligencias partidistas, sino también para la participación activa en cargos de
elección popular, no es un premio sino una necesidad. El principio es muy
aristotélico: de la parte no surge el todo; es decir, de la participación
masculina no surge el todo social, porque
éste solamente puede explicarse por la presencia de la totalidad de quienes
componen los colectivos humanos. Sumar, en cualquier terreno, siempre es benéfico
porque aporta fortaleza.
Que
hombres y mujeres somos diferentes es una verdad de Perogrullo, como también es
cierto que en capacidad, disposición y contribución al trabajo de todo tipo, no
existe diferencia alguna en la que se puedan fundar derechos exclusivos en
beneficio de uno u otro sexo. Por supuesto, la iniciativa que en esta materia
ha impulsado el Ejecutivo Federal ante el Congreso de la Unión, no va a
encontrar oposición alguna; en todo caso, el proceso legislativo de dictamen,
discusión y aprobación, tendrá matices en el cómo, en tanto el qué no admite posibilidad
alguna de diferencia. Los espacios nunca se abren solos, antes bien la lucha
generacional de las mujeres por sus derechos los ha abierto. ¿Alguien duda?
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