miércoles, 2 de julio de 2014

Federalismo vs. Centralismo





Habida cuenta de que la palabra latina “versus” (vs.) significa “frente a” o “contra”, comparar las formas de Estado federal o centralista no tiene que ver nada con criterios de bondad o maldad; sin embargo, poner vis a vis estos conceptos u oponerlos, sigue criterios fundamentalmente políticos, histórico-sociales y jurídicos. En nuestro país, inmediatamente después de consumado el proceso de independencia en 1821, y el brevísimo ejercicio de imperio de Iturbide en 1822, para el diseño de la Constitución de 1824, Miguel Ramos Arizpe y Servando Teresa de Mier fueron exponentes del federalismo y del centralismo, sobre el que se debatió la forma de Estado que nuestra primera Ley Fundamental adoptaría –federal, como sabemos–, pero coincidían en que de las dos formas de Gobierno –república o monarquía– era la primera de ellas la indicada. Así quedó plasmado en los artículos 4 de la Constitución de 1824, 40 de la Constitución de 1857 y también el 40 de la de 1917: Estado federal, Gobierno republicano. Tradicionalmente, en las repúblicas federales o centrales, es el Presidente el depositario de las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, de modo que hacia el exterior internacional representa al Estado, y hacia el interior nacional es la autoridad ejecutiva máxima. Este es el modelo americano por excelencia, diferente del denominado modelo europeo que admite monarquías constitucionales y parlamentarias. Las formas de Estado y las formas de Gobierno se combinan y dan lugar a variantes de diversos tipos, de manera que ser federalista o centralista, republicano o monárquico, no es bueno ni malo por sí mismo, dado que son categorías que provienen del derecho político, que mediante un ejercicio de técnica legislativa se “juridizan”; luego entonces la posibilidad de asumir estas formas no es un asunto de recetas u ocurrencias, sino que deben examinarse los elementos de la carga histórica y social que forman los antecedentes de lo que se denomina la “naturaleza de la nación”. Esto es, costumbrismo, expresiones, formas de organización familiar y comunal, regionalismos, y toda aquella arqueología y antropología que constituye la diversidad de idiosincrasias subnacionales de las que intentamos desprender las líneas de una idiosincrasia nacional, soportada en la variedad de los elementos que la integran. La población y el territorio del Estado mexicano, considerados en el tiempo, serían entonces una amalgama o sincretismo de varios grupos poblacionales y varios territorios, identificables por sus particularidades propias, al tiempo que se comparten características generales como lengua, creencias, valores o costumbres; en suma, patria y matria, país y terruño. Hoy día, en reconocimiento de estas formas clásicas de concebir a un Estado o un Gobierno, en tanto éste sea democrático y representativo, se observan –y se admiten o no– procesos de “hibridación”, o sea, combinación de características federales y centralistas que entablan, una vez que se legislan al calor de las exigencias y demandas de las elites partidistas o políticas, nuevas reglas de interacción entre federación y estados; o entre provincias, regiones y gobiernos centrales. Se dice que México vive una hibridación de este tipo, observable en el conjunto de reformas educativas, energéticas, político-electorales, fiscales y de telecomunicaciones aprobadas. Vale la pena examinarlo. ¿A poco no? 

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