La época que tocó a Maquiavelo vivir pertenece al
último tercio del siglo XIV y primero del XV. Como escribe Navarro, ingresó a
los negocios públicos de la República florentina en que creció para hacerse
cargos de funciones diplomáticas, de guerra y comisiones diversas, de cuya experiencia
se le atribuyen ideas sobre la organización militar, formación de ejércitos
propios y de instrucción y disciplina, que se consideran las bases de los
ejércitos modernos. Su contemporaneidad se significa por el retroceso de las
instituciones representativas en el Estado, el advenimiento del absolutismo
papal y el crecimiento del poder regio o monárquico –en pugna con nobleza,
parlamentos, ciudades libres y clero. Es la época originaria de la
concentración del poder político que, a la larga, llevaría a los fenómenos de
secularización de los siglos posteriores. Así mismo, son años en que el mercantilismo
practicado por rutas y puertos monopolizados por comerciantes y gremios de
productores empieza a abrirse a nuevas formas de explotación de los recursos
nacionales y de fomento interior y exterior, lo que fortaleció a una clase
emergente de hombres de empresa y enemigos naturales de la nobleza que buscaron
alianzas con el poder regio en contra de la nobleza feudal. El año de 1513
marca el acabado de sus obras políticas más importantes, como los “Discursos
sobre la primera década de Tito Livio” y “El príncipe”, ambos orientados hacia el
auge y decadencia de los Estados y a las formas cómo los gobernantes pueden
actuar para que perduren, porque conforme a Maquiavelo: “los estados y soberanías
que han tenido y tienen autoridad sobre los hombres fueron y son repúblicas o
principados”. Maquiavelo se ha hecho famoso por la segunda de sus obras en las
que abona por un despotismo históricamente necesario en ciertas situaciones
sociales, la separación entre la conveniencia política y la moralidad, y la disociación
Estado-Iglesia. En ese contexto el florentino le da a conocer –o al menos se lo
dedica– a Lorenzo de Médicis “El príncipe”, con reglas pragmáticas para
conservar el poder, estimando que la naturaleza humana es fundamentalmente
egoísta y ambiciosa, y el individuo un ser débil e insuficiente que requiere del
poder del Estado para protegerse de la agresión de otros individuos. Actuaba,
así, Maquiavelo, a tono con el fenómeno de corrupción general en que se
encontraba la República de Florencia y el Papado, aquejadas de falta de virtud,
de ausencia de probidad cívica, de desunión, ilegalidad, deshonestidad y
desprecio por la vida de las personas. De las reglas amorales que recomendaba
para conservar el poder –engaño, muerte, traición, temor– proviene el adjetivo
“maquiavélico” que conocemos. Pues bien, a 500 años de distancia, Maquiavelo
sigue siendo lectura de debate, que se confronta directamente con aquellas posturas
que proponen o promueven la adopción de valores culturales, éticos o sociales para
preservar los más importantes bienes humanos: vida, libertad e igualdad. No hay
duda de que lo sucedido en Ayotzinapa es maquiavélico y que los culpables estarían
maquiavélicamente orientados por intereses oscuros de poder, fama o riqueza, porque
no se puede gobernar comunidades de nuestro tiempo con ideas de hace medio
milenio. Ante la barbarie imperdonable, ley y justicia se vuelven imperativamente
antimaquiavélicas. Categórico.
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