La mayoría de los
constitucionalistas mexicanos reconocidos, refieren siempre en sus obras un
mayor o menor espacio, según el caso, dedicado al régimen constitucional de los
Estados, porque, como es nuestra realidad nacional, estos sujetos sustentan el
principio de la “unión” que lleva a la denominación “Estados Unidos Mexicanos”;
es decir, gobiernos locales originalmente independientes ceden sus soberanías
individuales en favor de un nuevo ente llamado “federación”, que se asume como
un gobierno central en el que se deposita el atributo de la “soberanía”, dejando
para sus Estados miembros sólo el atributo de la “autonomía”. Tena y Arteaga lo
dicen muy bien: la soberanía es la capacidad de darse sus propias leyes sin
intervención de ningún otro sujeto político; la autonomía es la capacidad de
legislar de manera limitada y con sujeción a leyes extrínsecas previamente
establecidas por otro sujeto político. Por eso, en configuraciones políticas
nacionales, cuya forma de Estado es federal y su forma de gobierno es
republicana, la federación es la única depositaria de la soberanía, en tanto que
los Estados sólo son autónomos, por más que se denominen “soberanos”, cuestión
resuelta por los glosadores americanos desde fines del siglo XVIII, y por los
nuestros prácticamente desde el siglo XIX. Como la federación es el límite
superior al que se sujetan los Estados miembros, la constitución federal dominantemente
se asume como el objeto de estudio privilegiado en el constitucionalismo
tradicional, en demérito del constitucionalismo local y, por tanto, las cartas
constitucionales estatales parecen pasar a un segundo plano y se hace tábula
rasa de ellas, desdeñándose en no pocas ocasiones su examen detallado. Sin
embargo, la diversidad regional, geográfica, demográfica, cultural,
etnohistórica, en fin, conforma una realidad ineludible que nutre el contenido
de las constituciones locales, en donde se dan figuras jurídicas, de base
político-social, inexistentes en otros órdenes estatales o en el propio de
carácter federal. En efecto, en la medida en que la constitución federal se
reforma para atraer atribuciones de los Estados y otorgárselos a los órganos
federales, el gobierno central adquiere mayor fuerza normativa; empero, el
constitucionalismo local recurre a los criterios de concurrencia (facultades
comunes o sucedáneas para la federación y los estados) y de armonización
(acriollamiento de leyes federales, en el campo de la legislación local) y el
resultado es que el constitucionalismo local, contra todo comentario adverso,
se convierte en un terreno fértil de imaginación legislativa-potestativa, por
la simple y honda razón de que la propia constitución federal dice que lo que
no esté expresamente atribuido a la federación, se entiende reservado a los
Estados; o sea, que esta naturaleza residual de las facultades de los órganos
estatales frente a los órganos federales, con todo lo innominada que parece
estar, resulta ilimitada en otro sentido: todo lo que no prevé la constitución
federal para la federación, lo pueden asumir los Estados, en tanto no contradigan
la constitución y leyes federales, o los tratados y convenciones
internacionales. Es la teoría de la intersección: dos círculos se entrecruzan y
de su cruce resulta un terreno común donde priva lo federal; en donde no se
cruzan, priva lo local. Así que el constitucionalismo local siempre respira bien
¿eh?
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