En el contexto del supermartes preelectoral que se
vivió en los Estados Unidos de América, se perfilan como candidatos a la
presidencia de ese país Hillary Clinton, por el partido demócrata, y Donald
Trump, por el partido republicano. Y en esta trama política cobran preocupante
importancia para nuestro país –más de la que siempre tienen- las declaraciones
de éste último, en el sentido de que los inmigrantes mexicanos son violadores y
narcotraficantes y de que México está matando económicamente a EE. UU, para lo
cual propone, en su retórica, la construcción de un muro entre ese país y el nuestro.
Por supuesto, en su propia oratoria, Clinton, en oposición a Trump, ha
declarado que no se necesita erigir muros sino derribar barreras; lo cual, bien
visto, suena mejor para nosotros que las barbaridades dichas por Trump. Disparates
no sólo por cuanto a las dificultades económicas y materiales de su
construcción, sino también por cuanto a su real efectividad para detener el
flujo migratorio legal o ilegal, de lo que se sigue, en la “lógica” de esta
idea absurda y retrógrada, que no tarde en anunciar también que de llegar a la
presidencia de su país propugnaría por cerrar igualmente las fronteras al
comercio y al turismo mexicanos y hasta la cancelación del tratado de libre
comercio. ¿Comentario exagerado? No, acaso sarcástico. De una mente
psicológicamente afectada se puede esperar cualquier conducta impredecible e,
incluso, peligrosa. La frontera entre la neurosis y la psicosis no siempre es
de fácil diagnóstico. Según reza una expresión coloquial: el neurótico
construye un castillo en las nubes; el psicótico se mete a vivir en él; y el
psiquiatra cobra la renta. En el humor de esta expresión anida siempre una
dosis de verdad: no hay regreso de la psicosis, porque quien la padece, en sus
distintos grados o variantes, sufre una pérdida de contacto con la realidad que
va de lo parcial a lo total. Ser psicótico no es bueno ni malo, sólo “es”. Al
enfermo mental hay que darle tratamiento y asistencia cuando su comportamiento
se vuelve intratable o antisocial o, en el extremo, peligroso para sí mismo y
para quienes lo rodean. Pero cuando quien se enajena de la realidad se
encuentra espeluznantemente cerca de competir para ganar la presidencia de un
país como el de EE. UU., entonces el panorama puede volverse sombrío.
Justamente de aquí parten las críticas de quienes tanto en ese país como fuera
de él hacen comparativas con la Alemania racista y socialmente injusta de
Hitler, cuyos excesos y atrocidades han sido ampliamente documentados sin
perder un solo ápice de verdad. Por el contrario, los resultados macabros de la
expansión militar hitleriana en la segunda guerra mundial –la más mortífera de
toda la humanidad-, el racismo, los campos de concentración, el holocausto y la
brutal destrucción material causada, le hielan la sangre a cualquier persona que
se precie de compartir con sus congéneres dosis básicas de cordura,
inteligencia y humanidad. Pero más asombra que Trump tenga votantes para lograr
la candidatura de su partido y, eventualmente, la presidencia de un país que ha
aportado al mundo la defensa constitucional de los derechos o libertades
humanas, la inmigración más voluminosa y productiva que haya conocido la
historia mundial y el ejercicio notable de las libertades de pensamiento y de
expresión. Preocupante en extremo. ¿No?
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