jueves, 11 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución


La existencia de asambleas en las que se discutía sobre asuntos de interés común puede documentarse desde la Antigüedad. La polis practicó esta forma de reunión pública y célebre es el enjuiciamiento de Sócrates por una asamblea de ciudadanos atenienses que decidió su muerte. En la civitas tuvo una notable institucionalización, y uno de los puntos en que se observa el paso de la república al imperio se liga con la decadencia de la asamblea senatorial romana y el ascenso de gobernantes omnímodos. Desde entonces, las asambleas y los gobernantes absolutos son personajes políticos que se repelen con dureza y beligerancia. El parlamento reconoce su antecedente más inmediato en las restringidas formas medievales de las asambleas locales que no poseyeron el sello de la dominancia, sino la característica de apéndices que sólo emitían opinión y daban consejo al soberano, pero sin mayor preeminencia en el ejercicio real del poder. Con todo y los arreglos que los estamentos ingleses lograron durante el siglo XII, contra la violación de costumbres feudales en que incurrieron los descendientes de Guillermo I -primer rey de Britania- y a quienes se obligó a la aceptación de cartas de coronación, la suscripción de ellas ante asambleas fue un asunto de excepción que no puede considerarse representativa de triunfos decisivos, dado que no se condicionaron límites verdaderos al ejercicio del poder monarcal.

La noción parlamento se acuñó en el siglo XIII y perduró; pero su naturaleza cambió sustancialmente a partir de la revolución inglesa que “gloriosamente” declaró su triunfo en 1688, cuando el viejo parlamento asumió un moderno e inusitado plusvalor político con el ascenso paradigmático de las asambleas legislativas al plano de la disputa y apropiación colegiada del poder público, reconfigurando la antigua función de consejería estamentaria –fuere consejo “grande” o “pequeño”- para recrearse en un nuevo espacio político en el que irrumpió exigiendo representatividad e independencia, expresadas fácticamente en el traslado del debate de la cosa pública y la toma de decisiones nacionales al seno del “lugar donde se discute” (significado originario de la palabra parlamento).

A partir de entonces se constituyó en el recinto de la soberanía y a finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio parlamentario cobró una presencia urbana significativa en las ciudades capitales occidentales: primero en Inglaterra, cien años después en Francia y, diez años antes que ésta, del otro lado del océano adoptó el nombre de Congreso al establecerse la confederación pactada por las trece colonias americanas. En este continente, bajo formas unicamerales o bicamerales, las maneras congresionales llegaron para quedarse sin mayor problema en los Estados Unidos de América; y en la América hispanizada, a consecuencia de los procesos independentistas, en calidad de laboratorios ideológicos que ensayaron formas de estado y de gobierno, pagando el precio de sus prácticas constitucionales con la moneda parlamentaria más cara: la disolución de congresos. En Europa, los parlamentos sobrevivieron a la restauración monárquica que acometió Metternich, y el propio siglo XIX en que se quiso practicar su destrucción política se tornó, a contrapelo, en el siglo de oro del parlamentarismo. Seguiremos, con varias entregas.

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