La
existencia de asambleas en las que se discutía sobre asuntos de interés común
puede documentarse desde la Antigüedad. La polis
practicó esta forma de reunión pública y célebre es el enjuiciamiento de
Sócrates por una asamblea de ciudadanos atenienses que decidió su muerte. En la
civitas tuvo una notable
institucionalización, y uno de los puntos en que se observa el paso de la
república al imperio se liga con la decadencia de la asamblea senatorial romana
y el ascenso de gobernantes omnímodos. Desde entonces, las asambleas y los
gobernantes absolutos son personajes políticos que se repelen con dureza y
beligerancia. El parlamento reconoce su antecedente más inmediato en las
restringidas formas medievales de las asambleas locales que no poseyeron el
sello de la dominancia, sino la característica de apéndices que sólo emitían
opinión y daban consejo al soberano, pero sin mayor preeminencia en el
ejercicio real del poder. Con todo y los arreglos que los estamentos ingleses
lograron durante el siglo XII, contra la violación de costumbres feudales en
que incurrieron los descendientes de Guillermo I -primer rey de Britania- y a
quienes se obligó a la aceptación de cartas de coronación, la suscripción de
ellas ante asambleas fue un asunto de excepción que no puede considerarse
representativa de triunfos decisivos, dado que no se condicionaron límites
verdaderos al ejercicio del poder monarcal.
La noción
parlamento se acuñó en el siglo XIII
y perduró; pero su naturaleza cambió sustancialmente a partir de la revolución
inglesa que “gloriosamente” declaró su triunfo en 1688, cuando el viejo parlamento asumió un moderno e
inusitado plusvalor político con el ascenso paradigmático de las asambleas
legislativas al plano de la disputa y apropiación colegiada del poder público,
reconfigurando la antigua función de consejería estamentaria –fuere consejo
“grande” o “pequeño”- para recrearse en un nuevo espacio político en el que
irrumpió exigiendo representatividad e independencia, expresadas fácticamente
en el traslado del debate de la cosa pública y la toma de decisiones nacionales
al seno del “lugar donde se discute” (significado originario de la palabra
parlamento).
A partir
de entonces se constituyó en el recinto de la soberanía y a finales del siglo
XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio parlamentario cobró una presencia
urbana significativa en las ciudades capitales occidentales: primero en
Inglaterra, cien años después en Francia y, diez años antes que ésta, del otro
lado del océano adoptó el nombre de Congreso
al establecerse la confederación pactada por las trece colonias americanas. En
este continente, bajo formas unicamerales o bicamerales, las maneras
congresionales llegaron para quedarse sin mayor problema en los Estados Unidos
de América; y en la América hispanizada, a consecuencia de los procesos
independentistas, en calidad de laboratorios ideológicos que ensayaron formas
de estado y de gobierno, pagando el precio de sus prácticas constitucionales
con la moneda parlamentaria más cara: la disolución de congresos. En Europa,
los parlamentos sobrevivieron a la restauración monárquica que acometió
Metternich, y el propio siglo XIX en que se quiso practicar su destrucción
política se tornó, a contrapelo, en el siglo
de oro del parlamentarismo. Seguiremos, con varias entregas.
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