Nunca
antes como en el siglo XIX fueron tan fuertes las asambleas políticas. Cuando fueron
disueltas arbitrariamente, su desaparición bastó para justificar el uso de la
violencia de quienquiera que exigiera su reinstalación, colocando al Estado en
situación de crisis grave. Incluso, si alguna contrastación histórica es
factible, podría hacerse un ejercicio de comparación de su poder político con
el de las asambleas legislativas del siglo XX, cuando la fuerza de los
parlamentos y congresos pareció menguar ante la preeminencia de los ejecutivos.
La clásica noción de un parlamentarismo
temible -cierto, en su vertiente decimonónica- se enfrentó, en el
siglo que apenas concluyó, con la
circunstancia histórica de un poder ejecutivo especializado y con mayores
facultades que en el pasado. Guetzevicht, por ejemplo, ha denominado parlamentarismo hiperracionalizado al
fenómeno de reducción del papel de las legislaturas frente a la notable
especialización administrativa del gobierno; cuestión que puede ejemplificarse
con el caso de Francia, que en 1958 transitó constitucionalmente de la Cuarta
República -la denominada de los diputados-
a la Quinta República -la De Gaulliana
(como también lo apunta Chardenagor). Sin
embargo, parlamentos y congresos hacen hoy más que antes, su independencia
alcanza niveles de radicalismo que se observa sobre todo cuando el partido en
el poder no alcanza el control del órgano legislativo o, al menos, el de una de
sus cámaras, materializado en el número de diputados con los que mantiene una
relación fiduciaria. Resguardada en su autonomía e independencia, la
institución parlamentaria refleja posiciones diferentes o francamente
enfrentadas, que actualizan uno de sus más típicos rasgos: el obstruccionismo,
que obliga al legislador a un lobby
más exigente, so pena de incurrir en la parálisis legislativa. No tenemos ley
histórica que pueda predecir la decadencia de la institución parlamentaria,
porque estamos ante la redefinición de su papel como órgano del Estado y, en
consecuencia, ante la construcción de un nuevo sentido de la realidad
parlamentaria. Hoy, la expresión parlamento o congreso sigue designando, genéricamente, a los sujetos estatales
que tienen a su cargo la función de producir legislación ordinaria de orden
nacional o local; quehacer que adquiere inusitada notoriedad política en los
procesos de elaboración de cartas constitucionales nuevas. Indudablemente,
los procesos de recreación constitucional son los momentos estelares en que mejor se aprecia la circunstancia histórica de la dinámica congresional, que se observa en el nivel de
independencia y autonomía con que se desempeñan las asambleas legislativas como
poder constituyente o como poder revisor extraordinario; sobre todo si se les
contrasta con la intencionalidad de los ejecutivos o de los grupos de poder, al
participar en la construcción de nuevas constitucionalidades que varían las
formas de legitimación y de relación entre los factores del poder estadual. En
el Estado contemporáneo, el Parlamento o Congreso encontró su lugar a lo largo
de varios siglos, para asentarse firmemente como institución e instrumento
político representativo, innegablemente vinculado al principio de soberanía
popular, en el que descansa a plenitud. Vaya historia: Indiscutible.
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