Hoy día,
parlamentos y congresos forman parte del equipamiento cultural urbano. La
arquitectura de sus edificios sigue un estilo monumental que desea realzar una
función histórica de representación política, genética y diacrónicamente ligada
con revoluciones, movimientos sociales y ejercicio de derechos de ciudadanía.
Esforzándose por mantener un diálogo con el pasado, el parlamento ingresó en la
modernidad urbana de las capitales occidentales, constituyéndose en legado
cultural y patrimonio político, y asumiendo una identidad colectiva que,
incluso desde el propio debate en la tribuna, acude a un lenguaje
característico que conserva arcaísmos oratorios para reafirmar el valor de
prácticas parlamentarias añejas aún vigentes: “Esta soberanía…” “Es cuanto
señor presidente…” “Su señoría…”
“El de la voz refuta al preopinante…”
“Desde la más alta tribuna de la nación…”.
Por
inercia o de manera deliberada, la personalidad
parlamentaria desea que la conozcamos con los rasgos de una persona colectiva
formada por un proceso histórico de continuidades y rupturas y, al mismo
tiempo, como lugar natural del hombre contemporáneo. Bien podríamos decir que,
en la cultura occidental, ciudad, parlamento y constitución representan la
edificación de un lugar, la construcción de un sujeto y el diseño de un
instrumento político que, a manera de simbiosis, conjuntan los argumentos
liberales de la materialidad del progreso económico, la valoración discursiva
de ideales democráticos y la garantía escrita de libertades humanas. De autores
como Watsuji, podríamos derivar la idea de un paisaje parlamentario, es decir, del parlamento como institución
inserta en el fenómeno de articulación de lo individual con lo social y, en
esta circunstancia, como poseedor de un significado político-urbano de existencia
propia, cuya historicidad, sin embargo, no podría comprenderse aislada de la
amplitud del paisaje cultural construido, desde fines del siglo XVII, en el
espacio geográfico denominado Occidente.
Claramente, como invención humana moderna, el parlamento se extendió en la
geografía occidental, pero acriollándose a la diversidad de climas y paisajes
de regiones nacionales, provinciales o estatales.
En la
fenomenología del paisaje y el clima que Watsuji propone como aspectos
inseparables de la historia, la alternativa de un paisaje parlamentario sólo sería viable si lo relacionáramos con la
noción de ser humano que denota la
unión existencial del individuo y la totalidad. En este sentido, la comprensión
del paisaje parlamentario no podría
fundarse en la perspectiva dualista que aísla al individuo de las
instituciones, como si se tratara de sujetos independientes que acaso ejercen
influjos mutuos. Culturalmente, su examen sólo es posible si se le concibe como
unidad, es decir, como autocomprensión
del ser humano, en su doble estructura, individual e histórico-social. De
este modo es posible hablar de un paisaje
parlamentario, o sea, involucrando el nivel vivencial de las personas que
experimentan de una manera u otra al parlamento, pero no como interioridad,
sino como exterioridad expresada en el plano colectivo de la acción política, como imposición y libertad en la
historicidad de la vida humana que se racionaliza por medio del derecho, en
función de valores específicos que una formación social estima conveniente
preservar. Continuaremos
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