Desde la histórica reforma política de 1977 que,
entre otros elementos, reconoció la existencia de partidos políticos antes
proscritos y amplió el sistema de representación política en la cámara federal de
diputados de nuestro país, al introducir los diputados plurinominales o de
representación proporcional y cuyo antecedente inmediato eran los diputados de
partido creados en 1963, la expresión “reforma del estado” se ha convertido en
un discurso de eterna discusión, significado por la reforma constitucional del
“poder político”, tanto en un sentido orgánico (estructura del gobierno
central) como funcional (atribuciones del gobierno central). En efecto, al lado
de este elemento formal del Estado, sus otros dos elementos materiales, la
población (demografía) y el territorio (geografía), no son susceptibles de
reforma constitucional directa porque poseen una sustancia sociológica más que
normativa. En cambio, sea por presión social o acuerdo político, la
modificación del aparato de gobierno en sentido amplio (ejecutivo, legislativo
y judicial) sí puede traducirse en la reforma de las leyes que regulan el poder
público. Por ello Reyes Heroles, autor intelectual de la reforma del ´77,
señalaba que en el “Estado de Derecho” la reforma política equivalía a la “reforma
de la legalidad a partir de la propia legalidad”, es decir, a la solución basada
no en la acción violenta sino en la acción concertada entre partidos, actores
políticos y grupos sociales, para producir nuevas reglas de redistribución del
poder, pactadas en el nivel constitucional.
De los 70´s a los 90´s, la tesis del reformismo
político se fortalecería en el mundo occidental. La simbólica caída del muro de
Berlín en 1989, la reunificación de las dos Alemanias en 1990, y la disolución
de la entonces URSS en 1991, romperían con lo que parecía ser la
“ley” histórica precedente: primero, el movimiento revolucionario violento; y, después, el pacto
constitucional. En efecto, sin
muertes ni disparos, en Alemania volvía a unirse la nación que la
segunda guerra mundial había desunido; y, en la URSS, se desunían las diversas
naciones que la revolución de octubre había unido por la fuerza en un estado
nacional único. Ambos movimientos se consolidarían mediante procesos
constituyentes reformistas basados en acuerdos políticos de amplísima cobertura
social.
En nuestro país, durante las
dos últimas décadas se ha explotado una forma de oferta político electoral que
da dividendos públicos y publicitarios más redituables que otras retóricas: no
hay sujeto político (organización o personaje) que se presente como agente del
cambio u opción de vanguardia que, para sobrepujar a los partidos y generar
capital político propio, no resuma el debate de lo política y socialmente
necesario en una propuesta: reforma del estado = reforma política = reforma
constitucional.
El 26 y 27 de octubre
pasados, el congreso mexicano, en medio de minutas y dictámenes legislativos,
debates, votaciones, reyertas y trivialidades, aprobó la “reforma política” de estos
días. Con 415 votos en pro, 15 en contra y 2 abstenciones, se aprobaron, en el
orden constitucional, las figuras de consulta popular, iniciativa ciudadana y
candidaturas independientes, dejando para después la discusión sobre la
reelección legislativa y la revocación del mandato. Las reformas en materia de
participación política y social no son menores y no serían aplicables para el
año de 2012; pero a esta faena aún le faltan datos reformistas: ¿Qué dirá el
Senado y cómo se legislarán las leyes ordinarias?
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