martes, 1 de noviembre de 2011

La reforma política de nuestros tiempos




Desde la histórica reforma política de 1977 que, entre otros elementos, reconoció la existencia de partidos políticos antes proscritos y amplió el sistema de representación política en la cámara federal de diputados de nuestro país, al introducir los diputados plurinominales o de representación proporcional y cuyo antecedente inmediato eran los diputados de partido creados en 1963, la expresión “reforma del estado” se ha convertido en un discurso de eterna discusión, significado por la reforma constitucional del “poder político”, tanto en un sentido orgánico (estructura del gobierno central) como funcional (atribuciones del gobierno central). En efecto, al lado de este elemento formal del Estado, sus otros dos elementos materiales, la población (demografía) y el territorio (geografía), no son susceptibles de reforma constitucional directa porque poseen una sustancia sociológica más que normativa. En cambio, sea por presión social o acuerdo político, la modificación del aparato de gobierno en sentido amplio (ejecutivo, legislativo y judicial) sí puede traducirse en la reforma de las leyes que regulan el poder público. Por ello Reyes Heroles, autor intelectual de la reforma del ´77, señalaba que en el “Estado de Derecho” la reforma política equivalía a la “reforma de la legalidad a partir de la propia legalidad”, es decir, a la solución basada no en la acción violenta sino en la acción concertada entre partidos, actores políticos y grupos sociales, para producir nuevas reglas de redistribución del poder, pactadas en el nivel constitucional.

De los 70´s a los 90´s, la tesis del reformismo político se fortalecería en el mundo occidental. La simbólica caída del muro de Berlín en 1989, la reunificación de las dos Alemanias en 1990, y la disolución de la entonces URSS en 1991, romperían con lo que parecía ser la “ley” histórica precedente: primero, el movimiento revolucionario violento; y, después, el pacto constitucional. En efecto, sin muertes ni disparos, en Alemania volvía a unirse la nación que la segunda guerra mundial había desunido; y, en la URSS, se desunían las diversas naciones que la revolución de octubre había unido por la fuerza en un estado nacional único. Ambos movimientos se consolidarían mediante procesos constituyentes reformistas basados en acuerdos políticos de amplísima cobertura social.

En nuestro país, durante las dos últimas décadas se ha explotado una forma de oferta político electoral que da dividendos públicos y publicitarios más redituables que otras retóricas: no hay sujeto político (organización o personaje) que se presente como agente del cambio u opción de vanguardia que, para sobrepujar a los partidos y generar capital político propio, no resuma el debate de lo política y socialmente necesario en una propuesta: reforma del estado = reforma política = reforma constitucional.

El 26 y 27 de octubre pasados, el congreso mexicano, en medio de minutas y dictámenes legislativos, debates, votaciones, reyertas y trivialidades, aprobó la “reforma política” de estos días. Con 415 votos en pro, 15 en contra y 2 abstenciones, se aprobaron, en el orden constitucional, las figuras de consulta popular, iniciativa ciudadana y candidaturas independientes, dejando para después la discusión sobre la reelección legislativa y la revocación del mandato. Las reformas en materia de participación política y social no son menores y no serían aplicables para el año de 2012; pero a esta faena aún le faltan datos reformistas: ¿Qué dirá el Senado y cómo se legislarán las leyes ordinarias?

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