miércoles, 23 de noviembre de 2011

La Revolución Mexicana: 20 de noviembre de 1910

A la ruptura histórica de 1910 le antecedieron cuatro crisis financieras que habían afectado, en conjunto, el crecimiento económico observado. Por su parte, la estabilidad político social vivida a fines del siglo XIX se había logrado mediante un ejercicio autoritario del poder, acompañado de una inercia reeleccionista empezada en 1884, desde el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz. Pero en 1910, quince millones de personas habitaban el país de las cuales sólo el 20% sabía leer y escribir, y la mayoría vivía en y del campo, en haciendas y localidades menores de 15 mil habitantes, aunque ya se daban los primeros movimientos migratorios del campo a la ciudad. La concentración de la tierra en unas pocas manos y en grandes latifundios, mantenía a la propiedad colectiva sitiada por el sostenido proceso de deslinde auspiciado por el gobierno central. Las condiciones de vida de campesinos y obreros, es decir, de la mayoría de la población, era muy difícil, porque los primeros eran explotados por los grandes hacendados y los segundos, cuyo número aumentaba notablemente, laboraban para los grandes comercios y compañías nacionales y extranjeras, en jornadas de 14 y 16 horas de trabajo diario.
El denominado agotamiento del régimen porfirista se originó en todos estos planos y, por eso, las causas de la revolución fueron múltiples y críticas. El descontento encontró eco en el ámbito político, encauzado en movimientos oposicionistas, engrosados por clases  sociales diversas y grupos políticos demandantes. La respuesta represiva del grupo en el poder -militares y “científicos”- produjo la radicalización asumida por grupos anarquistas o liberales que se encordaron con los partidos reyista, democrático o antirreleccionista. De este último, surgiría el “apóstol” Madero que, después de la renuncia de Díaz, gobernaría sólo 15 meses –de noviembre de 1911 a febrero de 1913- hasta su muerte por órdenes de Victoriano Huerta que había llegado a la silla presidencial mediante la artimaña “más constitucional” nunca antes vivida: “renunció” a Madero, a quien sustituyó Lascuráin por ser el secretario responsable de los asuntos internacionales, quien a su vez nombró a Huerta secretario de gobernación y luego renunció para dejar a éste la presidencia.
      La revolución se consumaría, formalmente, en 1917 con la expedición de la nueva constitución federal, pero entre 1915 y 1928, a causa de la rivalidad entre los diversos liderazgos revolucionarios, morirían los máximos exponentes históricos de este movimiento: Zapata, Villa, Ángeles, Carranza y Obregón, entre los más conocidos. La lucha fue cruenta y en ella moriría el diez por ciento de la población (un millón y medio de personas). Dimensionar este costo impresionante, sin contar la destrucción material, sería tanto como si hoy día murieran, en menos de diez años, once millones de mexicanos, sobre todo de edades jóvenes y productivas. La revolución mexicana sucedió por ausencia de democracia, lo cual es absolutamente cierto si le damos un sentido concreto: cuando los salarios, el ingreso familiar, los alimentos, la educación, los servicios médicos, la vivienda y las oportunidades de trabajo no se democratizan, se enfrentan serios problemas y crisis sociales, porque las más fuertes inconformidades violentas empiezan siempre “en los estómagos”. La lección fue muy dura. Ojalá la hayamos aprendido bien.

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