miércoles, 16 de noviembre de 2011

La Revolución Mexicana: 20 de noviembre de 1910



A la ruptura histórica de 1910 le antecedieron cuatro crisis financieras que habían afectado, en conjunto, el crecimiento económico observado; por su parte, la estabilidad político social vivida se había logrado a base de un ejercicio autoritario del poder, acompañado de la inercia reeleccionista empezada en 1884, con el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz. Quince millones de personas habitaban el país, de las cuales sólo el 20% sabía leer y escribir, y la mayoría vivía en y del campo, en haciendas y localidades menores de 15 mil habitantes, aunque se daban los primeros movimientos migratorios del campo a la ciudad. La concentración de la tierra en unas pocas manos y en grandes latifundios mantenía a la propiedad colectiva sitiada por el sostenido proceso de deslinde auspiciado por el gobierno central. Las condiciones de vida de campesinos y obreros (), es decir, de la mayoría de la población, era asfixiante, porque los primeros eran explotados por los grandes hacendados, y los segundos, cuyo número aumentaba notablemente, laboraban para los grandes comercios y compañías nacionales y extranjeras, en jornadas de 14 y 16 horas de trabajo diario.
El denominado agotamiento o decadencia del régimen porfirista se originó en todos estos planos y, por eso, las causas de la revolución fueron múltiples y críticas. El descontento encontró eco en el ámbito político, encauzado en movimientos oposicionistas, engrosados por clases  sociales diversas y grupos políticos demandantes. La respuesta represiva del grupo en el poder -militares y “científicos”- produjo la radicalización expresada en grupos anarquistas o liberales que pronto se encordaron con los partidos reyista, democrático o antirreleccionista. De este último partido surgiría el “apóstol” Madero que, después de la renuncia de Díaz, gobernaría sólo 15 meses –de noviembre de 1911 a febrero de 1913- hasta su muerte por órdenes de Victoriano huerta que había llegado a la silla presidencial mediante la artimaña “más constitucional” nunca antes vivida: “renunció” a Madero, a quien sustituyó Lascuráin por ser el secretario responsable de los asuntos internacionales, quien a su vez nombró a Huerta secretario de gobernación y luego renunció para dejar a éste la presidencia.
Traducido a lenguaje actual, la revolución mexicana comenzó, como coloquialmente se dice, “en el estómago de las personas”, es decir, por circunstancias de pobreza generalizada, fuerte concentración de la riqueza y una exigua distribución del ingreso, acompañada

, luego de varios años de crecimiento,

Después del agotamiento del modelo absolutista de gobierno en que el Monarca era el soberano único, cuyo quiebre representativo se ilustra con la Revolución Francesa de 1789 –y el descabezamiento de Luis XVI-, a partir de los siglos XIX y XX, el denominado Estado Moderno o Estado de Derecho adoptó y perfeccionó la idea de la división del Poder Público, para su ejercicio, en tres entes estatales: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, a los que por extensión se les llamó “poderes” porque encarnaron en personas electas para desempeñar estas funciones. A su vez, los gobiernos nacionales siguieron una u otra de las alternativas de sistema político que se desarrollaron, es decir, el parlamentario (donde el Ejecutivo surge del Legislativo) o el presidencial (donde Ejecutivo y Presidencial se eligen simultáneamente, pero por cuerda separada). El primero ha predominado en Europa y el segundo en América.
En México, después de superados los vaivenes violentos de federalistas y centralistas, de liberales y conservadores, ocurridos a lo largo del siglo XIX, el sistema de gobierno presidencial se consolidó durante el siglo XX hasta nuestros días. Por supuesto, el modelo político constitucional se replicó en nuestras entidades federativas, con la función ejecutiva de Gobernadores y la función legislativa de Congresos, que implantó, orgánicamente, el principio de separación-colaboración de estos poderes, mediante un procedimiento constitucional de control y reciprocidad, no sólo para la creación de leyes, sino también para la designación de los magistrados integrantes del Poder Judicial; pero, sobre todo, definió los dos máximos ejercicios de control político entre Legislativo y Ejecutivo: la revisión de las Cuentas Públicas, o examen sobre el ejercicio del presupuesto estatal; y la glosa crítico-política del Informe sobre el estado que guarda la administración pública. 
En Veracruz, las condiciones para que este último control suceda, se reformaron muy recientemente. En efecto, las características técnicas para la integración de los contenidos del Informe de Gobierno se encuentran en las leyes del Estado, pero la forma de presentación se modificó con el propósito de enfatizar el análisis o glosa que los diputados hacen de ese Informe. El cambio no es menor, antes bien resulta trascendente, porque ahora se deposita en el Congreso todo el derecho y la absoluta libertad de procedimiento para examinar los rubros que informe de manera escrita el Ejecutivo, en materia política, económica y social. En efecto, se instituye la obligación constitucional de sujetarse a la voluntad del legislador en la revisión libre del informe escrito; pero, sobre todo, se entabla la facultad de los legisladores de hacer el planteamiento de preguntas por escrito, a las cuales deberán dar debida respuesta los Secretarios del Despacho o equivalentes, bajo protesta de decir verdad, lo que indiscutiblemente entabla una práctica democrática de mayor equilibrio entre Poderes, sencillamente porque se hacen “crecer” las potestades del Legislativo en una materia que mucho tiempo no fue más que un mensaje político unidireccional, que en la actual pluralidad ya no es políticamente sostenible. Veremos, entonces, a partir de este 2011, en Veracruz, el ensayo de una nueva forma de examinar el ejercicio del Gobierno, con mayor objetividad y crítica.

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